Atardecer en la Reserva de Masai Mara. La tierra humedecida por la lluvia impregnaba, con su olor, todo el ambiente. El Sol, a lo lejos, como una bola de fuego, lanzaba sus últimos tímidos rayos y amenazaba con ocultarse tras la línea del horizonte. Como si quisiese ser testigo, el arco iris hizo su fugaz aparición y ni siquiera los animales se atrevían a perturbar el silencio de la sabana. Era un atardecer en Masai Mara, la gran reserva keniata, pero parecía el momento culminante de la creación del mundo.  El viajero ha oído de él por la prosa de Karen Blixen, Ryszard Kapuscinski o Javier Reverte, blancos que jamás volvieron a ser los mismos tras pasar por esta esquina olvidada del mundo. Pero es aquí, mientras la inmensidad del nítido horizonte permite cumplir el viejo sueño infantil de comprobar con los propios ojos que la Tierra es en efecto redonda, cuando uno se da cuenta de que está en un lugar irrepetible al que deseará regresar mientras viva y que jamás olvidará. Nada, salvo las artificiales fronteras pintadas en Europa en la época colonial, distingue a la reserva de Masai Mara del vecino ecosistema del Serengeti. En ningún otro lugar del mundo viven tantos mamíferos en estado salvaje como en éste.   La reserva  Apenas se avanza sobre la reserva, las manadas de herbívoros comienzan a aparecer por las praderas. A un lado de la pista de tierra, varias docenas de ñus acompañados de un puñado de antílopes y cebras; cruzando el camino, impávidos, un grupo de elefantes adultos con sus crías, son los reyes de la sabana; a lo lejos, recortadas sobre el horizonte, una familia de coquetas jirafas masai… Mientras los depredadores son más visibles al alba y al atardecer y permanecen por el día guardando fuerzas; resguardados en zonas de matorral o subidos sobre las copas de las acacias habitan los leopardos, las hienas manchadas merodean alrededor de las grandes manadas de ñus, y para ver al rey de la selva hay que buscar en las zonas más privilegiadas, ya que las familias de leones viven junto a los riachuelos, en zonas mínimamente frondosas.   Acaba de amanecer y es la hora de los postres. Los machos, los primeros en comer y los últimos en intervenir en cualquier trifulca, hacen la digestión mientras una bandada de buitres se reparten las sobras. El desfalco dura hasta que llega la leona, que sabe lo que cuesta traer el pan a casa, y espanta a los carroñeros a zarpazos en un abrir y cerrar de ojos. El safari continúa por las riberas del río Mara, y es en este lugar donde se puede contemplar uno de los mayores espectáculos de la Tierra: el paso de la gran migración. Con una superficie superior a los 25.000 kilómetros cuadrados, el ecosistema Serengeti-Mara mantiene su preciso equilibrio biológico gracias a este fenómeno natural, según el cual millón y medio de ñus, 250.000 cebras y medio millón de gacelas Thompson -acompañados, claro, de un incesante cortejo de depredadores y carroñeros- recorren cada año 3.000 kilómetros en busca de pastos. El trayecto, circular, nace en las inmediaciones del cráter del Ngorongoro -Tanzania-, donde entre enero y marzo tiene lugar el alumbramiento de 400.000 crías de ñus, y finaliza en ese mismo lugar tras recorrer las llanuras del Serengeti, cruzar el Mara, arrasar los pastos masai y regresar de nuevo hacia el sur. A finales de noviembre, la gran migración ya ha pasado y la esperanza de ver a un rebaño de ñus cruzando las aguas es pequeña. Pero merece la pena llegar aquí aunque sólo sea para contemplar los restos de la batalla. Los cocodrilos, cebados para el resto del año, han puesto sus hinchadas panzas al sol y no se inmutan porque una colonia de marabúes se haya puesto a escudriñar en el inmenso cementerio en que se han convertido las chocolateadas aguas del Mara. En otro recodo del río, como grandes autobuses aparcados, dormita un grupo de hipopótamos y su única preocupación es zambullirse en el agua a cada rato para refrescarse.El espectáculo del Masai Mara, en Kenia, no está sólo en la vida salvaje, sino en la inmensa sensación de libertad que te invade, en los atardeceres azafranados, en la inmensidad de los horizontes, en las solitarias acacias que parecen petrificadas por un dios vengativo.