Retrato a una chica local en un poblado cercano al campamento Khwai River Lodge de Orient Express en Botswana, en el interior de la Reserva Salvaje de Caza Moremi. Botswana. La geografía de Botsuana está marcada por sus dos grandes mitos: el desierto del Kalahari y el delta del Okavango. Tras un largo camino desde Angola, el río Okavango llega al noroeste del país para verter sus aguas, no al océano como es normal, sino a las áridas tierras del Kalahari, donde en un mar de arena surgen 15.000 kilómetros cuadrados de canales, islas, flora y una fauna inimaginable. Tampoco el legendario desierto es el paraje yermo que cabría imaginar, sino una rica sabana semidesértica que cubre el 85% de la superficie total del territorio, donde extensas llanuras de pasto y bosques de mopane se alternan con finas arenas rojas, grises y blancas, promontorios rocosos y finalmente las dunas que todos esperamos encontrar. Sus fronteras son: al norte y oeste con Namibia, al este con Zimbabue, y al sur con Sudáfrica. En el sudeste del país se encuentra la zona más fértil y también la más densamente poblada. El 80% de la población vive en el medio rural. No es de extrañar que los bosquimanos, habitantes de Botsuana desde hace más de 30.000 años, hayan quedado arrinconados en las regiones más remotas del Kalahari. Su espiritualidad les ha permitido la convivencia pacífica con las etnias que se han ido asentando en su territorio a lo largo de los siglos. Cualquier disputa se resolvía con la fragmentación amistosa de los grupos tribales, en virtud de la cual los perdedores se establecían en otro sitio. Esta civilizada práctica fue posible hasta principios del XIX, cuando todos los pastos que bordean el Kalahari estaban ya repartidos y la expansión hacia Sudáfrica era imposible. Conscientes de lo vulnerables que les hacía la fragmentación en esas circunstancias, consiguieron reagruparse en una sociedad altamente estructurada regida por monarquías hereditarias. La historia más reciente de Botsuana, como la de la mayoría de los países africanos, ha venido marcada por los intereses de las potencias coloniales. En este sentido, cabe preguntarse: ¿Qué interés tendría administrar 50 millones de hectáreas de arena? La respuesta es fácil: su valor estratégico. Para Gran Bretaña representaba la posibilidad de conectar sus valiosas tierras del norte con el puerto de Ciudad del Cabo. Portugal buscaba un paso entre Angola y Mozambique. Para los alemanes sólo era una forma de no quedarse atrás en la carrera por el reparto del continente.