Fonda de los compadres. Algunos bares de Salento. Quindío. Salento está metido entre montañas cafeteras, palmas de cera, ríos transparentes y la niebla que en lo alto expulsan las cimas nevadas. Es un lugar armonioso para andarlo sin premura y con la certeza de que todo cuanto lo conforma tiene su motivo y su razón, esto hablando de las casas, la iglesia y todas las construcciones del casco urbano; los atractivos naturales, son regalos de la vida que no se explican, y han comenzado algunos kilómetros más abajo donde se desprende el camino de acceso en la Autopista del Café. Ese desvío a la derecha se interna por la ruta curvilínea del valle frondoso formado por el río Quindío; y por los lados donde este se descubre aún claro, aparece el corregimiento de Boquía, un anticipo de lo que está por venir. En ese caserío sobre el borde de la carretera, los primeros parroquianos gentiles y algunas típicas posadas turísticas, sencillas pero envueltas de verdor. Estos lugares de aposento están allí porque es  necesaria la estación y el resguardo para entrar en comunión con el entorno, las personas y el dejo cálido de su voz, los árboles teñidos de frutos, las estancias tranquilas que elevan a la ensoñación. Salento se empieza a vivir con todos los ingredientes de una vida tan natural como el verde que emana de la tierra y las aguas que bajan por las lomas. Y de nuevo el viajero está puesto en los caminos del municipio, allí por la Calle Real y otras están las demás posadas turísticas. Las del armazón emulado de la colonización antioqueña, cuyos rincones de bahareque, guadua y flores son cómplices de mariposas y pájaros que en  desbandada llegan a alegrar los días. Este espectáculo es para apreciar en los ratos de descanso o en los primeros momentos de la mañana, porque afuera hay mucho qué hacer: en la plaza central, entre la oferta artesanal y gastronómica de la Calle Real, en el mirador al final de la larga escalera o en el majestuoso valle de Cocora.