Ikutha es un pueblo del África Subsahariana castigado
por el azote del SIDA, la falta de agua y de recursos educativos
y sanitarios. Durante años no se ha trabajado en el desarrollo
de las zonas más desfavorecidas y las ayudas internacionales
no han llegado todavía a esta zona. Esta localidad rural
tiene tan sólo alrededor de 500 habitantes y está
situada en el corazón de una Kenia ya desgastada por un
gobierno que la ha corrompido durante más de 20 años.
Pertenece a la región de Kitui, que a pesar de su cercanía
a la capital, Nairobi, es una de las áreas menos desarrolladas
del país. Nada más llegar, después de largos
y tediosos kilómetros de polvo y baches, unos grandes carteles
te dan la bienvenida: Let’s talk, hablemos. Son el espejo
de una sociedad que alejada de las nuevas tecnologías,
del teléfono, del agua corriente y de la electricidad,
no ha podido escapar de la que ha sido la epidemia del siglo XX:
el SIDA.
DOMINIC EL PÁRROCO DE IKUTHA: SOLO ANTE
EL PELIGRO
Ikutha es un pueblo del África Subsahariana castigado
por el azote del SIDA, la falta de agua y de recursos educativos
y sanitarios. El gobierno anterior no trabajó en el desarrollo
de las zonas más desfavorecidas y las ayudas internacionales
no han llegado todavía a esta zona. Dominic Nzoka, cura
de la Iglesia Católica, se enfrenta diariamente a los problemas
de su comunidad con escasos recursos.
Texto: Cristina Silvente/ Fotos: Sergi Reboredo.
La vitalidad y el entusiasmo caracterizan al Padre Dominic Nzoka,
cura de religión católica que regenta la parroquia
de Ikutha. Descendiente de los Kamba (la tribu del área),
es hijo menor de una familia humilde y muy devota. Un 26 de mayo
de hace 13 años fue ordenado sacerdote, algo que él
y los suyos celebran con gran orgullo y alegría. Aunque
no todos le apoyaron. Sus abuelos, viendo frustrado su sueño
de que les diera biznietos, le negaron tierra para él,
como es la tradición. Hace poco fue destinado a Ikutha,
cerca del Parque Nacional de Tsavo, parque de safaris. Esta localidad
rural tiene tan sólo alrededor de 500 habitantes y está
situada en el corazón de una Kenia ya desgastada por un
gobierno que la ha corrompido durante más de 20 años.
Pertenece a la región de Kitui, que a pesar de su cercanía
a la capital, Nairobi, es una de las áreas menos desarrolladas
del país. Nada más llegar, después de largos
y tediosos kilómetros de polvo y baches, unos grandes carteles
te dan la bienvenida: Let’s talk, hablemos. Son el espejo
de una sociedad que alejada de las nuevas tecnologías,
del teléfono, del agua corriente y de la electricidad,
no ha podido escapar de la que ha sido la epidemia del siglo XX:
el SIDA.
Dominic siempre se ha preocupado por los problemas de su pueblo
y ha intentado ayudar a aquellos cuyas familias no les podían
pagar los estudios. En Kenya la enseñanza no es gratuita.
Eso ha provocado que tan sólo el 31% de los niños
y el 28% de las niñas lleguen a secundaria. Dominic sabe
lo importante que es la educación en todos los sentidos
y siempre ha buscado recursos para aquellos más necesitados.
En su anterior parroquia, Kavisuni, ya fundó una escuela
de formación para chicas. Algunas de ellas, comenta él,
ya son madres. En Ikutha ha repetido la experiencia y tiene unas
15 chicas a las que se las prepara para la vida: costura, inglés,
cocina, derechos humanos, y, por supuesto, religión católica.
Ahora quiere que aprendan informática, pero su parroquia
no tiene recursos para comprar ordenadores de segunda mano. Las
chicas viven allí y “algunas llegaron delgadísimas
y sólo con lo puesto, y míralas ahora” explica
orgulloso.
Lydia es la mujer que las cuida por las noches. Es la “matron”,
como la llaman allí. Es otra de las personas a las que
Dominic ha intentado ayudar, ya que perdió a su hija en
el 2002 a causa del SIDA. Lydia había perdido con anterioridad
a su marido también, con lo cual se ha quedado al cargo
de sus 5 hijos y los nietos que le dio su hija. En su casa, como
en cualquier casa de Kitui, las postales cuelgan de lado a lado
y fotos adornan las paredes. En su jardín están
enterrados padre e hija, en Kenia no hay cementerios, es así
como la familia permanece unida incluso después de la muerte.
Pero el trabajo no sólo la ayuda económicamente.
Las chicas cantan y bailan después de cenar, cantos populares,
rítmicos y animosos, que se oyen por todo el pueblo, y
a las que Dominic gusta escuchar también, a veces incluso
a escondidas, ya que son muy vergonzosas.
Los domingos son días de misa, ya sea en Ikutha o en alguna
de las 37 iglesias que pertenecen a la misma parroquia y a las
que se dirige con un coche destartalado que las más de
las veces le deja tirado en la carretera. Sólo él
conoce los trucos para que no se acabe calando sin remedio. También
es reclamado para celebrar funerales, bodas y bautizos. En una
boda se improvisa una carpa con los paracaídas de la ONU
para lanzar desde el aire alimentos y el suelo con los sacos de
provisiones del ACNUR: el novio pertenecía al ejército
y en una ocasión tuvo que marchar a otro país en
guerra como representación de los cascos azules. Son cuatro
horas de misa, bailes y cantos, todo el pueblo acude. Y el final:
un trocito de pastel de boda para cada uno de los presentes. Los
feligreses de Nzoka, gente joven y, sobretodo, mujeres, ríen
abiertamente como respuesta a su sentido del humor. Aprovecha
estos espacios para fomentar la educación y el cuidado
de la salud, especialmente el cuidado de aquellos afectados por
el VIH/ SIDA. Incluso algunos cantos populares hablan, en boca
de las chicas, de historias de esta enfermedad.
Dominic se ríe de sí mismo, contagiando alegría
y creando un olvido dulce de los problemas, eso desemboca en que
en su casa se reciba a todo el mundo, se sientan con él
a desayunar, comer o cenar, o, simplemente, a disfrutar de su
compañía y su consejo junto a un té, herencia
de sus colonos ingleses. Siempre hay visitas, algo que honra al
buen keniata, “una visita es un honor, un placer”.
Él solo, sin ayuda de ONGs extranjeras, trabaja con su
gente, intentando sacar de aquí y de allá.
Un ejemplo de ello son los harambees. Son recolectas colectivas
a favor de algún proyecto. Esta vez es la construcción
de un techo para la iglesia de una pequeñísima localidad
del área de influencia de Ikutha. Se reúne todo
el pueblo, traen bancos de las escuelas para proporcionar asientos
a todo el mundo. Durante todo el día se suceden los cantos
y bailes, los discursos, los sermones. Los invitados de honor,
personalidades importantes, son los que más aportan. Pero
todo el mundo contribuye en función de sus posibilidades.
Incluso se subastan pasteles y productos de elaboración
propia a favor de la causa. Anochece. Dominic es incansable y
canta y baila también para animar a los más rezagados.
Se recogen miles de chelines kenianos, pero aún no es suficiente.
La Diócesis de Kitui a la que pertenece Dominic también
tiene un programa de cuidado de las familias que viven con el
VIH. Lo han denominado HOME CARE para evitar que las familias
visitadas fueran reconocidas como portadoras del virus y estigmatizadas
por la sociedad. Este programa se dedica tanto a la atención
directa de las personas afectadas, como a llevar grupos de counselling
u otro de huérfanos del SIDA, que en Kenia las cifras ascienden
a millones. El grupo lo forman sobretodo enfermeras del Hospital
de Muthomo, el hospital de referencia y uno de los más
importantes de Kitui. Visitan a las familias e intentan proporcionarles
alimento o medicinas, fármacos que recogen de donantes
voluntarios ya que muchas de estas familias carecen de recursos
para poder conseguir ni siquiera antibióticos o analgésicos.
El Padre Nzoka sigue muy de cerca este programa, conociendo a
cada una de las familias atendidas y preocupándose por
su progreso. Es consciente de que los antirretrovirales para combatir
la enfermedad están lejos del alcance de su gente, el 45%
de la población registrada en Mutomo, pero nunca desiste
en su lucha.
Una de estas familias es la de Ketu, un niño de 7 años
de amplia sonrisa que perdió a su padre por el SIDA. Su
madre, Kasumuni (que en Kikamba quiere decir “pequeñita”)
es una de las más veteranas del grupo de counselling de
Home Care. Cuando las enfermeras llegaron por primera vez al lugar
donde vivían, se encontraron que no tenían ni un
techo donde guarecerse. Y fue la gente del programa quien le construyó
su hogar. Sobreviven como pueden: del maíz cuando no hay
sequía, del alquiler de sus tierras para el pasto de las
vacas y cabras de los vecinos, de picar piedra durante todo el
día a cambio de lo que valdrían 3 kilos de maíz.
Los niños no siempre han podido asistir al colegio, por
no poder pagar la matrícula. Si vas a su casa, siempre
hay un plato de comida para ti.
Los niños y niñas son la devoción de Dominic,
por eso no deja de visitar guarderías y escuelas. Su sueño
es crear más en Ikutha. Las risas estallan allá
donde va. Ese debe ser sin duda su motor, le gusta verlos crecer,
conocer a sus hijos, sus progresos. Los estudiantes de secundaria
de Ikutha van cada tarde a recoger leña y agua del río.
Cargan garrafas hasta el centro escolar, donde estudian y viven.
Éstas han sido siempre tareas típicas de las mujeres,
aunque parece que la cosa lentamente va cambiando, pues algún
chico también baja al río.
Un día cualquiera para Dominic empieza poco antes de las
7 de la mañana, para dar la primera misa. Aunque en Kenia
no existe el tiempo. Una joven monja y un chico huérfano
de padre al que tiene recogido hasta que lo admitan en la Universidad,
le echan una mano. Después de la misa, se retira a sus
habitaciones a leer, rezar o descansar. Luego desayuna un buen
almuerzo. Le gusta contar historias, historias propias, de su
familia o de su gente. Siempre saca su lado cómico. También
es una persona con gran conciencia política, en las puertas
exteriores de su casa aún quedan pegatinas que reseñan
“Vota” de las últimas elecciones cuando Moi
fue por fin derrotado. Explica cómo los estudiantes gritaban
en sus manifestaciones en Nairobi “Moi debe marchar”
mientras la policía les perseguía y pegaba. Él
mismo fue detenido en alguna ocasión a causa de su no oculta
oposición a la política corrupta de Moi. La iglesia
católica, cuenta, ha luchado mucho por los derechos de
su pueblo, sea éste creyente o no. El día continúa.
Los días de mercado hay mucho movimiento y la gente hace
cola fuera de su oficina para ser escuchada. Después de
largas conversaciones llega la hora de comer. “Mince and
beans” (judías y maíz) y Ungali (una masa
de harina de maíz) son sus platos preferidos, una receta
típica. Un día a la semana escapa a la ciudad de
Kitui, a recoger el correo y hacer algunas gestiones, así
como visitar algunos amigos y colegas. Y siempre que puede va
a pasar un par de días a los brazos de su anciana madre.
Sus padres a veces caen enfermos. La edad no perdona.
Una gran fiesta es el día que hay invitados y se puede
matar un cabrito en su honor, como es la despedida de uno de sus
compañeros que pasa a ser Profesor en el Seminario en Nairobi.
El cabrito ha sido seleccionado entre los muchos que son vendidos
el día de mercado. Otros curas y monjas vienen a su casa.
Música y refrescos amenizan el día. Cada uno tiene
unas palabras para el despedido, haciendo honor a su labor realizada,
después de cada discurso, el resto aplaude. Así
uno a uno. Las reuniones aquí acaban siempre así,
bajo la luz de una lámpara de keroseno. Con la luz de la
luna algunos marchan en sus motos o coches, el resto pasará
la noche en la casa para coger el primer matatu de la mañana.
El transporte aquí es otra dificultad. Dominic no siempre
puede disponer de su coche, su kitabone, como él lo llama.
Defiende que si parece viejo y destartalado no atraerá
a los ladrones. Ir a Kitui supone 3 horas de matatu, una especie
de autobuses privados que corren inclinados sobre dos de sus ruedas
de lado a lado de una carretera sin señalización,
sin asfalto, sin parada. El primero sale a eso de las 5 de la
mañana, aunque el horario no es nunca exacto, ya que sólo
salen cuando están llenos, y después de arrancar
y acelerar infinitas veces, de tocar el claxon dando vueltas por
las calles de Ikutha, sin respeto por el sueño ajeno. Sabes
cuando sales, pero no cuando llegas. Compartes asiento apretujado
a unas paredes oxidadas con sacos de comida, gallinas, niños
sin pañales colgados con un kanga (una especie de enorme
pañuelo que sirve a las veces de falda, de cesta, chal,
o gorro) a las espaldas de sus madres, ancianos, estudiantes.
Si no tienes suerte, te pasas las 3 horas o más haciendo
arte de tu equilibrio, colgado de una barra del techo. Todos saltan
un palmo de sus asientos como mínimo una docena de veces,
los chicos del matatu se cuelgan de las barandas al exterior gritando
que acelere, acelere, o que se pare al ver pasajeros parados en
el camino a un conductor, chico joven e intrépido, que
mastica miraa, una hierba con propiedades excitantes, mientras
sortea obstáculos, baches, y otros vehículos. Si
alguien necesita hacer saltar su adrenalina hasta límites
insospechados no tiene más que probar coger este medio
de transporte.
El día acaba después de la cena con una gran charla,
si puede ser acompañada de una soda. Si durante el día
no ha dado suficientemente el sol, el generador de placas solares
sólo da luz para un par de horas, pero las lámparas
de keroseno dan un ambiente más entrañable y acogedor.
Se pregunta qué hará él para ayudar al pueblo
para el que debe su existencia, qué será de sus
chicas, sus niños y niñas, de sus huérfanos
del SIDA. Pero es un optimista nato, y no deja de soñar
con una Kenia mejor.
Texto: Cristina Silvente