SIN TECHO, HOMELESS EN BARCELONA
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Hogar, dulce hogar. (Extraído del libro Barcelona 2004 como mentira de Manuel Trallero/Sergi Reboredo)
Son los “sin techo”, los “sin hogar” por un purito moral, - una cosa es tener un techo, y otra muy distinta, por lo visto es tener un verdadero hogar- que ya forman parte indisoluble del paisaje ciudadano, casi de su mobiliario urbano, como las farolas o las papeleras. Sí New York tiene sus “homless” y sus tiendas en la Quinta Avenida, nosotros no seremos menos y tendremos a los nuestros. Arrastran todas sus pertenencias en un carrito de la compra, o de esos que dan en los supermercados, envueltos en cartones, vestido destartalado, oliendo mal, con la boca enganchada permanentemente al vino. Pero también están las primeras firmas de la moda en el passeig de Gracia, una cosa va por la otra, y al fin y al cabo eso es, por lo visto el progreso, y no en vano “Barcelona és la mitllor botiga del món”. Forman parte de nuestro “sky line”, salen en la misma postal turística. A cosmopolitas no nos gana nadie.
Somos tan modernos, tanto que la reforma urbanística de Ciutat Vella, del Raval, el popular Barri Xino antes de la nueva nomenclatura políticamente correcta, ha introducido una gran mejora, una novedad substancial. Se han derribado casas antiguas, se han construido nuevos edificios, y se han alzado avenidas a golpe de tiralíneas, como las potencias coloniales dibujaban fronteras de estado en el Africa del siglo XIX, se han plantado palmeras sobre las plazas duras, pero sobre todo se han suprimido los bancos, un gran avance, hay solo sillas individuales o bancos divididos por barras horizontales de forma que nadie pueda estirarse para dormir. Esa es la gran novedad. Sin embargo en la parte alta de la ciudad continua existiendo, ésta es por lo visto, la principal diferencia entre arriba y abajo, entre el norte de la ciudad, y el “Down Town”, los bajos fondos, un límite preciso. En definitiva se trata de una barrera arquitectónica más, que en este caso no discrimina tan solo a los minusválidos físicos, sino a los minusválidos del afecto, de los sentimientos, del corazón.
Sí a ello se suma que los cajeros automáticos de las entidades financieras, muchas de las cuales tienen bien intencionadas llamadas “obras sociales”, disponen de sensores de temperatura que detectan la presencia de alguien durmiendo en su interior, de forma que desde el control central, puede hacer la vida imposible a través de los interfonos, o envían los guardias de seguridad, o simplemente tenerlos cerrados a partir de las nueve de la noche, el resultado es que estamos que nos salimos.
Pero si uno no es un espíritu muy refinado ni demasiado sensible, puede observar con cierta facilidad, las piernas con flebitis, en personas incluso jóvenes, las gangrenas en personas mayores que han de dormir sentadas día, tras día. Seres humanos que si se estiran son llamadas al orden por la Guardia Urbana. Es una forma de practicar un delicado sadismo como otra cualquiera, y consiguen un efecto deslumbrante, unos miembros en estado de putrefacción, carne podrida, unas piernas de las que huyen los gusanos, como de un queso Roquefort, con solo poner alguna crema desinfectante. Pero eso sí, somos lo último en diseño, el “top”, el no va más.
Fue como una premonición, quizá una simple casualidad, pero el hecho cierto es que aquella mañana, aquella misma mañana, al salir de casa, en el rellano del portal, en un hueco al lado del ascensor, había dos personas durmiendo sobre el suelo, encima de unos cartones, sin una mala manta encima, nada. A su lado yacía un aparato televisor sobre un carro con ruedas, y pocas cosas más. Al día siguiente apareció un letrero en que recordaba a los vecinos, que cerrásemos la puerta con cuidado, y a los pocos días se procedió al cambio de la cerradura. La portera, la señora Mercedes, un sol de persona, se les encontró durmiendo, llamo a la policía municipal “no fuera cosa que estuvieran muertos”. Los guardias les despertaron y la señora Mercedes recibió una reprimenda: “¿No estamos acaso en Navidad?”. “Buena mujer métase en lo suyo... al albergue no querremos ir porque allá se mueren todos”. La señora Mercedes esperaba mi llegada y me dijo solo verme: “¿No le gustan tanto los que no tienen donde ir a dormir, no les quiere ayudar tanto?, pues porque no limpia el pipí que se han hecho”. Tenía toda la razón del mundo, la señora Mercedes siempre tiene razón, pero no lo hice.
Pero aquel mismo día pasaron más cosas, a las siete de la tarde Barcelona sufrió un gran apagón. Era la noticia del día. El centro de la ciudad se quedó prácticamente a oscuras. El Ayuntamiento, la Generalitat, la Jefatura Superior de Policía, estaban sin luz. Las casas particulares también, los cajeros automáticos dejaron de funcionar, los teléfonos de emergencia comunicaban incesantemente, los clientes tuvieron que ser desalojados de los centros comerciales, los semáforos no iban, los taxis dejaron de existir, los guardias urbanos desaparecieron, el colapso circulatorio fue total. La temperatura por la mañana era tan solo de dos grados positivos, nevaba en la parte alta. Y por ultimo se supo que, según la fraseología al uso “El Ayuntamiento ha activado ya el dispositivo municipal de acogida, que tiene el objetivo de proteger durante los periodos más fríos del invierno a los sin techo”.
Antes, a primera hora de la tarde Sergi y yo habíamos ido con Josep María un jubilado, voluntario de Arrels, , un centro privado, una ONG, dedicado a la atención de este público, que hace la ronda en la calle a efectuar un reportaje. Fuimos a la plaza Sagrada Familia. "Se trata sobre todo de hacer amigos, nada de imposiciones", nos explicaba. Les conoce a todos por su nombre, pero muchos no están. A uno, enfermo del corazón que duerme en un banco, ayer se lo llevó el 061 al hospital. Juan, sin embargo resiste. Tiene 57 años, nació en Cuenca, trabajó en la laminación de hierro y como encofrador; lleva seis años durmiendo en la calle. "Los cajeros automáticos están de muy mala leche, los cierran todos." Sobre la climatología imperante, afirmaba con laconismo: "Hoy aprieta". Su vivienda consiste en un destartalado "cuatro latas", de una época remota. Vive con su "parienta", aunque ahora se encuentra ingresada en el hospital, y todos sus enseres metidos dentro. "Gano mil quinientas pesetas al día llevando unos carros de unas paradas. Nunca he pedido nada, siempre he trabajado." Josep Maria saca un cigarrillo y se lo ofrece. Le invita a acudir al local, y a buscarle un sitio para pasar la noche. "No, no. Hoy me quedó aquí." No hay nada que hacer.
Por los altavoces de la feria navideña, instalada en la misma plaza, se desparrama el clima de armonía universal a base de "Navidad, Navidad, dulce Navidad". Es un espectáculo ver a los niños admirando "el caganer" y buscando ríos de plata para el belén. Las madres, por su parte, compran abetos a cual más esbelto para la sala de estar y guirnaldas para engalanarlo. Jesús volverá a nacer en un portal y Juan dormirá en la calle, como tantos otros.
Incluso en situaciones de verdadera emergencia las cifras son casi ridículas, a pesar de las fiestas señaladas. “El Periódico” del 30 de Enero del 2002 explicaba que “El dispositivo municipal de acogida invernal en Barcelona, que se activa cuando las temperaturas rondan los 5 grados dio cobijo en Nochebuena a unas 60 personas en el Centro de Atención Social de Meridiana. Otras 50 personas más fueron captadas en la misma calle por la Guardia Urbana y los equipos de asistencia social dentro de la llamada operación frío, que se pone en marcha cuando el termómetro roza los 0 grados. Estos últimos durmieron en un espacio municipal especialmente habilitados”. Se trata de un eufemismo para referirse al Pabellón Polideportivo de la MarBella, porque mientras, por ejemplo en Paris, dejan abiertas en estos casos las estaciones de metro, aquí con la excusa de la falta de servicios sanitarios, prefieren recluirlos y apartarlos así de la vista.
La información concluye diciendo que “además otras 40 personas, de los habituales de la calle, durmieron en pensiones pagadas por el municipio y 140 mendigos más pasaron la noche en los albergues municipales de Can Planas y Sant Joan de Déu. Todos ellos componen un censo de 290 personas sin hogar”. Al periodista no se le escapa la ridiculez de la cifra y añade. “No están todos, ni de lejos. Faltaron los reticentes al albergue, los enfermos mentales agudos, los toxicómanos en activo y muchos inmigrantes sin papeles que pasaron la Noche Buena al raso”.
Nosotros no lo sabíamos entonces, pero ella, precisamente era la mujer de Juan, la que estaba en el hospital, y aquello era Arrels.
O Navidad, dulce Navidad, que para el caso es el mismo. “Por mucho frío que haga y por muy mal tiempo que haga jamás conseguirán arrancar la hermosura de tu cara. Deja que los años te acaricien al pasar igual que el viento en busca de la brisa del mar”. Es una felicitación adecuada para la climatología infame que estamos sufriendo, en una simple cuartilla de papel, una especie de chuleta escolar, como otras tantas que aparecen más que prendidas como hojas de árboles, perdidas por las paredes del recinto. El ambiente resopla a tabaco negro, a aroma de estufa de butano encendida y desinfectante barato. La mezcla produce un hormigueo en la nariz y cosquillas en las entretelas del alma.
Es una arquitectura poco acogedora, desangelada, lúgubre, a mitad de camino entre el hospicio y el cuartel, entre la cárcel y el hospital, por entre las ranuras de los azulejos transpira la humedad, todo es frío, gélido, - quizá por ello ahora lo están repintando de colores supuestamente cálidos, alegres- es un mundo sin esperanza, que se reúne cada tarde de 4 a 7 en Arrels.
“Pero miran como beben los peces en el río,
pero miran como beben por ver a Dios nacido
Beben y beben y vuelven a beber
Los peces en el río por ver a Dio nacer ”.
Canta la concurrencia con buen ánimo, para sacarse la tristeza de encima, una tristeza infinita de ese ejército de vencidos, de perdedores irreductibles, que llevan la derrota escrita en el semblante, en cada arruga de la cara, una cicatriz del alma. Han perdido todas y cada una de las batallas de la vida, todas las guerras posibles, las imaginables y las imaginarias. Son unos náufragos, que han arribado a esta orilla de la vida sin ninguna esperanza, sin ningún equipaje. Están ahí, delante mío, como barcos a la derriba, sin saber a donde ir, al pairo, matando las horas a golpe de doble pito de domino, o de cubilete de parchís, asesinando el tiempo de la peor forma posible, esperando que pasen los minutos, que caigan las horas, que transcurran los días, viendo pasar el calendario como una apisonadora por encima suyo. Están aquí, en la sala de espera de la eternidad, aguardando su turno.
Hay más buenos deseos colgados por las paredes. “En una estación cualquiera hay un tren llamado “ida”. ¡Súbete a él!. Lo único que te pide el revisor es que pelees por tu vida. Deja el fango y vuela con la majestuosidad del halcón”. La Navidad, ese invento de “El Corte Inglés”, a la que ya solo falta ponerle la tarjeta Visa en el pesebre junto al buey y a la mula al lado del Niño Jesús, es una putada, pero aquí, en esta fiesta de Navidad la sede de Arrels, es una putada y media, mientras esperan que llegue la hora de la merienda.
Estamos repletos de buenas intenciones. “Deseo que en el 2002 encuentre una compañera, y que las depresiones sean más llevaderas”, o que “A la mujer que perdí, vuelvas otra vez, porqué yo sin ti, no sé vivir”. Un monitor, provisto de una guitarra renqueante, aprovecha el momento para decirnos: “Ahora vamos todos a cantar una canción....”.
“Ande, ande la Marimoera
ande, ande, ande que es la Nochebuena
Ande, ande ande la Marimorena
Anda, ande, ande, que es la Nochebuena”.
Se consigue el efecto exactamente contrario, y esto es lo menos parecido al ambiente navideño que aparece por televisión, en plan calor hogareño, tipo “El Almendro vuelve cada año por Navidad”. Los voluntarios del centro, inasequibles al desaliento se marcan unos pasos de baile con los villancicos y las panderetas, mientras la guitarra sufre un brusco ataque de carraspera.
Es un momento de una gran emoción cuando se anuncia el inicio del Pesebre Viviente. Unos dormitan sin contemplaciones, otros escupen al suelo, y hay quien coge el cancionero y exclama: “No entiendo nada, está escrito en catalán”. El respetable no se calla ni a la de tres, es un público jacarandoso y rumboso, metido en la fiesta con forceps. Hace más que su aparición, su irrupción el “Dimoni pelut”, y su presencia con cuernos incluidos es acogida con muestras de gran regocijo e inacabables risotadas. El “Dimoni Pelut” es otro señor Juan, el ganador del campeonato de dominó. Un verdadero crack, una auténtica estrella mediática.
A mi lado la señora Antonia, no puede reprimir su admiración: “Lo han preparado todo muy bien”, otros sin embargo no comparten la misma opinión: “No sé oye nada”, o “nos van a dar las nueve, ¿cuándo sacan la merienda?”. En estas San José dirige unas palabras ininteligibles a la concurrencia que concluyen deseando una Navidades “para celebrar en todas partes, individualmente”. Detrás mío exclaman: “¡Anda si es Marisa como Virgen María, jóder la Marisa como virgen, ja, ja, ja...”. Grandes carcajadas, mientras las intervenciones son aplaudidas.
“Belén, campanas de Belén
que los ángeles tocan
que nuevas nos traen”
“¿A vosotros os gusta la magia?”. Es casi, casi una pregunta impertinente la que efectúa el mago en cuestión. Hay una alegría, falsa, impostada, traída ex profeso. La respuesta es unánime y el buen hombre se envalentona. “Este es un momento mágico”, añade para concluir en plan provocación. Sin duda lo es, mientras miro una profecía, “Este año solo subirán tres cosas que empiezan por t. El tabaco, el turrón y... todo lo demás”. Hay sin embargo un mensaje de esperanza. “Deseo que en el 2002 me toque la lotería y que continué con buen humor y salud”. Navidad, dulce Navidad, ¿no?.
El señor Agustí, va revestido como si fuera a participar en una expedición al descubrimiento del Polo Norte, solo con verle uno ya tiene calor, un verdadero sofoco. Se dedica a la apasionante misión de recortar letras de los “magazines” de los diarios puestos a su alcance para formar con letras de diferentes colores la frase: “En octubre el suelo se cubre”. Lleva siete meses sin beber, un verdadero récord, toda un plusmacra personal, para alguien que se ha pasado toda la vida haciéndolo. Lleva, eso sí, dos infartos, y se introdujo en la bebida cuando era un chaval y trabajaba como aprendiz de “matricero”. A primera hora era la “barretxa”, después el vermut del aperitivo, más tarde las rondas de carajillos. Se caso y más tarde se tiro de diez metros de altura. Parece existir entre ambos acontecimientos algún tipo de relación, aunque yo no la consiga entender.
Ha vivido en la calle, pero ahora esta “tutelado”. Es decir que le retienen la cartilla de ahorros con el importe del subsidio, le dan cada día una cantidad y le pagan la mitad de una pensión. “Esta es mi educadora”, dice señalando una chica que acaba de pasar. “Aquí hay que portarse bien”, y traza sobre un papel una línea que pretende ser recta, “pero como te apartes...”, dice colocando finos puntos a ambos lados de esa línea. Hace un gesto vago con la mano y añade “Quien iba a decirme a mí, que a mi edad tendrían que volver a educarme”. “Hoy me he duchado, que no es poca cosa”. Pasa la señora María, una especie de Madre Teresa de Calcuta pero pasada por la peluquería, quien vivía en Sarrià pero ahora se ha trasladado a la calle Sant Ramón, una de las principales arterias de la prostitución de la ciudad, con un argumento decisivo. “Estoy más cerca de ellos”, lo dice mientras se abraza con Agustí, quien le estruja su bata de señorita de colegio. Su misión es sobretodo darles el desayuno, algo que si no se ve, nadie puede creer que se trate de una tarea ímproba casi heroica.
Saturnino no para ni un solo instante de repetir dos frases consecutivas. La primera es “me quiero emborrachar”, y la siguiente “yo me voy”. Satur, como se le conoce aquí familiarmente es una pieza, un verdadero ficha, y tiene un par de ojos de un azul translucido. Va sobrado. “Si es que yo vengo por veros a vosotras, que si no de qué.”
La única forma que tiene para resistir, es echarle gasolina al deposito, es decir beber. El alcohol es la llave de bóveda, la piedra angular, sobre la que se edifica esta desesperación, la única forma de aguantar. La cocaína en polvo de los pobres es el vino barato, la formula para que la cosa no decaiga demasiado. Las calles de Ciutat Vella son un dispensario mental a cielo abierto, un manicomio sin paredes ni ventanas, pero parece ser que nadie se ha querido dar cuenta de estas bombas de relojería vivientes que andan por ahí fuera.
De ellos no se habla, nadie dice nada, no salen en los periódicos, no forman ningún grupo de presión, no se manifiestan, ni cortan el tráfico. Solo saltan a la palestra de la falsa actualidad por algún acto de violencia, cuando se matan entre ellos o los matan los skin heds, con un bate de beisbol, entonces aparecen en un breve, reseñados en un extremo del diario, perdidos en una inmensidad de letra impresa. No interesan para nada, salvo para saciar el morbo de algún periodista aguerrido que da la noticia del siguiente asesinato.
Es un misterio. Hay un marasmo de cifras y lo que es todavía, peor una verdadera ceremonia de la confusión en los conceptos contables que utiliza el ayuntamiento para elaborar las estadísticas. Es la verdadera pregunta del millón de dólares. El caso es que el 29 de junio de 1.989, el entonces Conseller de Benestar Social el señor Antoni Comas, aseguraba que alrededor de 300 personas dormían por aquel entonces en las calles de Barcelona. Cinco años más tarde la cifra ya ha aumentado porque la entonces teniente de alcalde, la señora Eulalia Vintró, afirmó, -“El País”, 26 de Junio de 1.995” que “el ayuntamiento tiene detectadas a 595 personas que pernoctan en la calle. (...) Vintró explicó que un 30% de estas personas padece trastornos mentales”. En el año 1.999 el panorama siempre según fuentes municipales había cambiado sustancialmente. El 15 de Junio se presentó un trabajo realizado por el Institut Municipal de Salut de Barcelona, del que dio cuenta “La Vanguardia”, que había entrevistado a 483 indigentes, del el millar que estimaba de “sin techo”, que vivían en Barcelona.
Según dicho estudio “(...) muchos indigentes beben, pero el 38% se declaran abstemios y el 40% no presenta ningún trastorno mental. (Lo cual quiere decir que el 60% si que lo presentan, frente a aquel 30% que detectaba la señora Vintró tan solo cuatro años antes). La depresión (58% de los indigentes la padecen) es el trastorno más frecuente, seguida del dolor de espalda (27%), la migraña (23%), la bronquitis (22%), la cirrosis y la hepatitis (19%). La infección por el bacilo de la tuberculosis, que no apareció reflejada en el estudio, podría afectar a su vez al 70% de los indigentes, según los técnicos municipales.
Por primera vez se procede a efectuar una foto de familia. “(...) Los “sin techo” son mayoritariamente varones (90%), jóvenes (el 57% menor de 45años) y un colectivo con mucha movilidad: un 48% lleva menos de tres años en las calles de Barcelona y un solo un 37% era catalán. La mayoría (7%) tiene estudios primarios, un 20% recibe ingresos regulares (de subsidios o pensiones) y aproximadamente la mitad realiza alguna actividad para conseguir ciertos ingresos. Aunque un 19% lleva más de diez años en la calle: es el núcleo duro de la pobreza. Sobre el consumo de alcohol, un 38% se declara abstemio y un 17% tiene un consumo equivalente a dos vasos de vino al día. Los que integran el 49% restante que consume alcohol son, sin embargo, grandes bebedores, en especial los que recurren a los servicios sociales”.
Un caballero aun joven, con la mirada extraviada cuenta cuantos céntimos hay en un euro. Esta es toda su ocupación por hoy, peor fue ayer porque intento con resultado diverso, entender el funcionamiento de un reloj de sol. Posee el pelo largo, una gorra del Barça, y un lenguaje a duras penas inteligible, es el prototipo del “borde line”. Gracias a todo ello sabemos, cuando se le pregunta por su oficio, que “Soy discjokey y actor de cine”, - alguien a su lado remata diciendo “Pues yo soy Napoleón”- aunque sea incapaz de decirnos el título de una supuesta película en la que haya actuado, pero recuerda perfectamente que una de ellas era francesa. Otro individuo corta papeles en una guillotina, poniendo en ello mucho empeño, tratando de lograr una exactitud a todas luces imposible, sin sacar las manos de los bolsillos de la cazadora de paño, ni ir cogiendo sucesivos caramelos, que tras leves lengüetazos envuelve de nuevo y deja en el mismo sitio, dispuesto como si tal cosa para el siguiente consumidor.
También alguien se pregunta “¿Por qué nos hacen pintar esos botes?”, y también alguien en un raro ataque de clarividencia le responde “Pues para que tengamos algo que hacer”. Es como aquel chascarrillo de la época de la depresión americana en que un parado ve a otro, sentado a la puerta de su casa. “¿Que haces?” le pregunta. “Pues ya ves, mirando pasar a los coches”. El otro interlocutor le replica “¿Y porque haces hoy, lo que puedes dejar para mañana?”. Los botes han sido pintados una y mil veces, en todos los colores imaginables, en todas las tonalidades posibles.
Esto es, por sí ustedes no lo sabían un taller ocupacional, cualquier cosa sirve para que no estén bebiendo, o al menos para que no estén bebiendo todo el rato. Dura desde las nueve de la mañana, hasta la una, la hora de ir a comer y lo dirige la señora Rocío, quien ejerce sus funciones como lo haría el sherriff de un peligroso pueblo del lejano oeste. Los usuarios del servicio, los más estilosos y glamurosos, aquellos a quienes el deterioro les ha llevado a punto de ya difícil retorno, a los que a menudo hay que ir a buscar por las calles próximas en una amena recoleta y disuadirles que acudan al centro, la conocen por “Doña Croqueta”, y aseguran sin levantar mucho la voz, “ es la que lleva los pantalones aquí”. Por lo visto, virtudes para ello no le faltan, las reúne todas para ser general del ejercito Prusiano, y si mucho me apuran hasta la reencarnación del mismo Kaisser del Imperio Alemán, con los bigotes incluidos.
Todo sirve como terapia, incluso la música, que emerge a tranca y barrancas por entre una cadena de sonido de cuando los romanos. Pero en este punto no hay unanimidad. A Lluís le gusta “Supertramp”, “eso es música y no la cosa esa de negros”. Vive en una pensión, como la mayoría de los aquí presentes, y afirma que en ella “solo hay putas, maricones y drogadictos”. Sin embargo para él no queda claro que el orden de los factores no altere el producto o que algunos clientes de tan prestigioso como reputado establecimiento no reúnan más de una de las condiciones antes reseñadas. Esta ocupado pintando una moto, previamente dibujada sobre el fondo de un cenicero de cristal. El día antes había pintado unas flores sobre idéntico soporte, y se lo pensaba regalar a su madre, para su cumpleaños. “Sí no le gusta, que lo tiré”. Es una persona de convicciones arraigadas. Tenemos grandes dudas sobre el color a elegir, aunque finalmente se inclina por el verde, a pesar de mi opción porque fuera el negro, aunque con muy buen criterio decide hacerme una concesión, y el tubo de escape y los retrovisores serán plateados, tal como yo proponía. Reclama un pincel fino, con el mismo tono de voz que emplearía un policía para decirle a alguien, “Queda usted detenido”. Justo a su lado una señorita lee embelesada la “Jauría Humana”, sería difícil encontrar una lectura más adecuada.
Lluís era tramoyista de “La Scala”, la conocida sala de fiesta, hasta que se incendio. “La quemaron” sentencia él, como quien esta en el conocimiento de un secreto celosamente guardado, en el ajo del asunto. Antes fue pintor de coches, después paleta, al morir su padre sus hermanos se vendieron el piso. Estaba trabajando en Pamplona y cuando volvió y se encontró de patitas en la calle, decidió que ya no trabajaría nunca más. Al ser una persona, que como queda dicho tiene profundas y arraigadas convicciones, ha logrado cumplir su firme propósito a rajatabla hasta el día de hoy en que cuenta con cincuenta y pocos años. Su principal ocupación será a partir de ahora leer los periódicos, de la que extrae, en plan uno de los siete sabios de la antigua Grecia, una gran conclusión. Saviola, el joven jugador argentino del Fútbol Club Barcelona, es según sus palabras “una verdadera mierda”. Razón parece no faltarle para llegar a tal brillante conclusión.
Al lado de la estufa de butano, como quien esta sentado frente a una chimenea en que arden un tronco, con los brazos extendidos y las palmas de manos abiertas queriéndose calentar, Luis María, desgrana un rosario de preguntas a cual más interesante. “¿Sabeís cual es pueblo de Cataluña donde hay más agua?”. Se hacen distintas propuestas pero todas son rechazadas por el interesado, hasta que finalmente nos comunica la solución al enigma: Sant Hilari Sacalm. Proseguimos con esta especie de concurso televisivo sobre la geografía catalana “¿Sabeís donde se come el mejor jamón?”. La solución, por raro que parezca, es ni más ni menos que Camprodón. Acto seguido nos propicia un verdadero recital de toses, salidas de las profundidades cavernosas de sus pulmones, ocupando todos los registros imaginables, la escala completa, acompañado de la profusa emulsión de esputos intercalada con copiosas caladas al cigarrillo que pende de sus labios, como si fuera un apéndice mas del cuerpo.
La señora María continua pintando los mismos botes, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida, como si no tuviera nada más que hacer. De vez en cuando nos lanza alguna mirada huraña, no para de fumar, y huye cada vez que sacamos la cámara fotográfica. Saturnino va a lo suyo “Si es que yo me voy...”, y por los altavoces, resuena la voz de Nino Bravo cantando aquello, de que “América, América, América, es como un inmenso jardín”. La señora de Sarrià, pretender enseñarle al bueno de Satur a confeccionar un cesto con unos cuantos mimbres. Este se la mira como lo haría Marlo Brando en “Un Tranvía llamado deseo”, para concluir “Sí es que no quiero aprender que después es peor....”. La buena señora de Sarrià continua con paciencia infinita, cogiéndole la mano y pasándola por entre los mimbres, hasta que nuestro héroe ya tiene bastante de aquella representación del teatro del absurdo y dice “Me voy a ver a mis mujeres....” y se va a merodear por entre las prostitutas del barrio. Siento una gran simpatía por Saturnino, un pequeño gran hombre, porque les puedo asegurar por la gloria de mis antepasados, que yo soy absolutamente incapaz de confeccionar el cesto de marras.
Casi ya a punto de cerrar llega la verdadera estrella, Ágeda, la mujer de Juan, el caballero que con ella se han pasado años viviendo en el interior de un coche en la plaça de la Sagrada Família, y que vimos con motivo de los primeros fríos. Hace su entrada como una vedette bajaría las escaleras iluminadas del escenario de una fastuosa revista, con su traje de lentejuelas. Despierta a pesar de los años una verdadera expectación entre los reunidos. Es una coqueta, va vestida cuidando hasta el último detalle. Todo reciclado, pero aun así da un verdadero recital de aquello de que la elegancia va por dentro, es como Grace Kelly. Luce zapatos de ante, calcetines blanco, pantalones lilas, un abrigo de punto rojo, todo ello rematado por un sombrero en tonos carmesí. Es una mulata de labios abultados, como los de Louis Amnstrong, y una mirada de la que prenda una punta de agua, como una lágrima contenida. Cuando trato de entablar conversación me suelta una mirada, que es toda una declaración de principios. Con ella no hay nada que hacer, ella no es como todos esos, no es como los demás, ella es la Princesa, y la realeza aunque sea la que vive en la calle no hace declaraciones a pelagatos de la prensa como yo.
La señora F. es voluntaria, forma parte de uno de los llamados “equipos de calle” de Arrels, cuya misión es conectar con aquellas personas que viven al raso. Salen una vez a la semana y tienen un territorio propio, un sector adjudicado que a grosso modo podríamos definir como “Ciutat Vella”. Lo mejor, y a la vez lo peor que puede decirse de la señora F. es que es una buena persona, voluntariosa. La señora F. y su compañera, llevan tres años, tratando de ponerse en contacto con nuestros objetivos. Primero hay que ganarse su confianza, recibir un buen numero de chascos, hasta que llega el día ansiado, un momento crucial en que pueden empezar a cambiar las cosas, es como una especie de cambio de rasante. Es el preciso instante en que el susodicho les espeta “El martes pasado no vinistes”, cuando precisamente el martes es cuando efectúan su recorrido. A partir de ahí ya puede producirse el milagro, iniciarse el camino de la conversión, es como la caída de San Pablo del caballo. De ahí puede que el afectado acuda al centro de día, del centro de día, puede que acabe en una pensión, de la pensión puede, que con suerte llegue al piso tutelado, y desde allí a valerse por si mismo. Es una mezcla entre el cuento de la lechera, aquella que gracias al litro de leche que llevaba encima de la cabeza camino de vender en el mercado iba a comerse el mundo, y la teoría de los cohetes espaciales, que antes de ponerse en órbita, deben dejar tras de sí las sucesivas fases del ensamblaje.
Emprendemos la marcha, y la señora F. pretende hacernos una detallada y pormenorizada relación de su abnegada labor, un acto de simple propaganda. Presento una batalla frontal ante semejante procacidad, y empiezo a enumerar el dolor de pies que me provocan los paseos andando. La señora continua empeñada en explicarnos sus cuitas, mientras proseguimos nuestra particular “ruta del bakalao”. No dejamos un cajero automático por visitar, ni un soportal por escudriñar. Miramos debajo de los bancos, nos metemos por la maleza de los parterers de las plazas, husmeamos en cuando caja de cartón encontramos a nuestro paso. El éxito es total, no encontramos a uno, es que ni siquiera a uno de nuestros potenciales clientes. Después de dos horas caminando llevamos un cabreo de mucho cuidado. A Sergi le surge de repente un vago compromiso y me deja solo con las dos damas, que parecen salidas de una novela de la victoriana, son Dickens puro, una pareja de monjas de las “Hermanitas de la Caridad” tendría mas marcha. Yo por ganas de chinchar les empiezo a soltar animaladas en plan: “Aquella que prueba la carne de periodista, ya no come otra cosa”. Las buenas señoras disimulan como pueden el escándalo, y llegamos a nuestra meta, tan vírgenes como salimos. Recuerdo para mis adentros aquel dicho británico sobe la profesión periodística según el cual hay que beber muchos litros de cerveza, para poder llevar a casa un mal plato de sopa.
Había que hacer algo, así que salimos de patrulla nocturna, nosotros solitos, sin la inestimable ayuda de las voluntarias de Arrels, volamos fuera del nido y nos topamos de sopetón con Juan, -en esta historia todos se llaman Juan, como antes casi todas las prostitutas se llamaban Conchita- en la calle Bruc. Juan es, ¿cómo se lo diría yo?. Juan es la leche. Quiza no sea una definición muy ortodoxa pero desde luego es exacta. Es una especie de pícaro de la edad de oro, una especie de Lazarillo de Tormes o de El Buscón don Pablo, pero trasladado a la época del internet. Juan está aposentando sus reales en unos bajos, parapetado tras una verdadera barricada de cajas de cartones. El emplazamiento no es caprichoso, ni aleatorio. En este barrio, junto a los pisos recios de la antigua burguesía hay un gran número de establecimientos dedicados al sector textil, incluidos almacenes al por mayor, hoy en día casi todos en manos de inmigrantes chinos. El cartón es una verdadera materia prima, un bien preciado, que aquí se encuentra con un cierta facilidad, como el petróleo, es el verdadero combustible de la calle, con él se construyen las arquitecturas efímeras, esa especie de barricadas que les defienden de la intemperie y les hace pasar desapercibidos. Son como los animales que adaptan su pelaje a los cambios del paisaje, hasta llegar a confundirse con él.
Sin embargo Juan no duerme en el interior de las cajas. “Son una trampa –nos explica poniendo cara de experto- en caso de sufrir una agresión es imposible moverse dentro, a ver quien es el guapo que es capaz de romper una caja de cartón....”. Juan sabe de lo que habla porque ha sufrido numerosas agresiones. También huye de los cajeros automáticos por la misma razón: “Son una encerrona, vienen cuatro tíos...”, y cuando le ponemos cara de escépticos en plan, ¿por qué van a atacar a alguien que duerme en la calle?, nos mira con cara de suficiencia: “Cuando la gente va cargada, coge una valla de la calle, tira la puerta y ya está”. No hay que confundirse porque nuestra estrella no es ningún paficísta, esta en libertad vigilada por partirle la cara a un señor ruso, que querría ocupar su plaza.
La verdad y la mentira son para él dos caras de una misma moneda, y que además tienen un limite muy impreciso, ¿donde acaba una?, ¿dónde empieza otra?. Esos son misterios insondables para este caballero que confiesa tener treinta y cinco años, y llevar ocho viviendo en la calle. Oriundo de Almería, criado en Sabadell asegura que participa cada semana en un programa de radio, y que ha ejercido prácticamente de todo desde trabajar en el sector textil hasta hacer de paleta, o en una casa de recambios de coche hasta de modelo. Antes vivía en una pensión pero al cambiar de propietario le exigieron que dejara fuera al perro. Esa es la misma razón por la que no acude a los albergues municipales, - aunque otras veces afirma que no va, porque en una ocasión le robaron - porque no dejan entrar a Godzilla, un perro pastor alemán, del tamaño de un camión con remolque, que no es ningún “lamecoños”, en expresión castiza de su propietario. El can pues no es solo una fuente de calor, una compañía, y un reclamo publicitario –con chucho la gente da mucho más- sino también una verdadera arma defensiva.
Los animales son siempre motivo de compasión. La señora M. Pilar Pérez remitió la siguiente carta a “La Vangaurdia”, que apreció publicada el lunes 1 de Abril, con el sugestivo título de “Las mascotas del mendigo”. Decía la buena mujer:
“En un viaje reciente a Barcelona me llamo mucho la atención ver a algunos mendigos apostados en las aceras de la plaza Catalunya rodeados de animales, atados y adormecidos (perros y gatos con sus crías). Pase varias veces por el mismo lugar y allí seguían los pobres animales sin apenas moverse.
Me dio una gran pena y durante muchos días he estado preguntándome qué les deben dar a estos animales para mantenerlos todo el día dormidos. Me extraña mucho que en una ciudad como Barcelona (en la que he vivido 33 años), que quiere y respeta a los animales y que tiene normas en su defensa, nadie denuncie esta situación o que alguna protectora de animales no haya tomado cartas en este asunto. No se debe permitir la utilizar a los perros y gatos para beneficio de un mendigo, obligándoles a permanecer en la vía pública tantas horas sin moverse.
Pido encarecidamente que esta denuncia no caiga en saco roto y que el Ayuntamiento de Barcelona erradique esta triste situación, primero por evitar el sufrimiento de esos animales, y porque les aseguro que no es una estampa que haga honor a una ciudad tan bella y cosmopolita”.
De los seres humanos como él, de los mendigos, naturalmente ni una palabra de compasión, ¿para qué? que se chichen, ¿no?. Lo que realmente importan son los pobres animales. Juan no es uno de ellos.
Juan se gana la vida pidiendo. Vive de la caridad. Cada mañana se levanta a las siete. La hora exacta en que abren el aparcamiento que tiene enfrente, e inicia su jornada. Primero se toma un café, por la cosa esa de arreglar la neurona, y acto seguido va a buscar agua para su perro. Después desayuna de verdad, café con leche y dos donuts, y se pone delante de Zara, en la confluencia de la Rambla de Catalunya con el Paseo de Gracia, un emplazamiento de postín, una plaza de primera, como una notaria arreglada, toda una cátedra en propiedad. Antes, siempre según él, había estado en la calle San Antoni Abad, en la Puerta Ferrisa, en Portal de l´Angel, en la plaza Cataluña, delante de “El Corte Inglés”, hasta llegar a esta canongía que ocupa en la actualidad, un puesto de verdadero lujo. Aunque también existe una segunda versión que nos explica el propio interesado según la cual trabaja en “Virgins” la mega tienda de discos, y cuando quebró fue despedido y se instaló en la puerta en señal de protesta y hasta hoy.
Juan empieza su jornada laboral a las diez de la maña. “Antes no vale la pena porque la gente va con cara de borregos”. A esa hora abren las tiendas, y nuestro hombre cumple de forma escrupulosa con el horario, como un fiel oficinista o un trabajador de la cadena de montaje de una fábrica. Permanece allí hasta las dos de la tarde, enseñando su tullida pierna a raíz de un sorprendente e inexplicable accidente que sufrió en Madrid y del cual solo logramos saber que despertó tras haber estado en coma con dos vértebras menos, -“antes yo era tan alto como tú”, me repite una y otra vez,- y una más que ostensible cojera. No es este el único punto oscuro en su biografía, porque en ocasiones explica que esta a punto de ser abuelo, pues tuvo una hija con solo trece años que vive en Bélgica, y que tenia hasta hace poco teléfono móvil para hablar con su abogado acerca de su divorcio.
Juan tiene bien estudiado el marketing. “Hay que hablar con la gente, charlar con ella, porque sino....”. Juan tiene una labia sorprendente, es un verdadero mago de la palabra, un malabarista del verbo, un palabritas incansable que no se calla, ni por aburrimiento. No para un solo instante. Tiene como una retirada al estilo oratorio entre vendedor de “El Corté Inglés” y el de Don Joan Gaspart el que fuera presidente del Fútbol Club Barcelona. Sus lemas comerciales preferidos, sus slogans son: “El sur también existe” y uno mucho más sabroso: “Esto de ser pobre ya no es rentable”. Aunque en su caso es una frase discutible por Juan se saca fácilmente tres o cuatro mil pesetas diarias. Incluso tiene propia clientela, los fijos, entre ellos –siempre según su imaginación desbordante- personajes famosos como el hermano de Orantes el tenista, la soprano Montserrat Caballé, que cada Navidad le da dos mil púas, o la misma Infanta Cristina, que el día antes de su boda recorrió el paseo de Gracia, dando dos mil pesetas a cada indigente. Incluso en cierta ocasión Zubizarreta el ex portero del Barça, que una noche de frío se le llevo a su propia casa a dormir y le dio también dos mil pesetas.
Juan, tiene dos enemigos irreconciliables el euro y las rumanas. “Si es que ahora con el euro la gente no sabe lo que da, y la gente no da nada...como si yo les fuera a engañar. Los extranjeros si que dan de verdad, dan todo lo que tienen en el bolsillo, pero se han cometido muchos abusos, van las gitanas esas con la flor....pero si ya estamos en el dos mil dos, no se puede pedir así”. Las rumanas son consideradas competencia desleal. “Sí es que se sacan la teta, y se la meten en la boca del niño que está durmiendo. ¿Tú has visto alguna vez un niño que mame con los ojos cerrados, verdad que no?. ¿Sabes que hacen?, pues que les dan pan mojado con vino para enceporrarlos. Y para hacerles llorar, ¿sabes que hacen?. Pues les muerden en la cabeza, que esto lo he visto yo....”. Acude cada día a un restaurante cercano. Come menú de paleta....., como el dice. “Porque yo a mí cuerpo le cuido bien” - .y se deja un trozo de pechuga rebozada con el sorprendente argumento de que: “Esta duro como el cartón”. Mientras que Sergi y yo no lo comemos como si tal cosa. Querremos invitarle, pero responde “Que tengo dinero, eh”.
Dejamos a Juan tomando café y en la plaza Urquinaona nos topamos de bruces con María, la inquilina del otro soportal contiguo al de Juan. Esta es una geografía de límites precisos, exacta, todo transcurre en un radio de acción de apenas un par de centenar de metros. A medida que va pasando el tiempo de permanencia en la calle, el territorio cada vez se hace más exiguo, las rutinas son cada vez más precisas, exactas como un reloj suizo. El concepto del tiempo y el espacio se va perdiendo poco a poco, diluyendo y así de repente nos podemos encontrar a alguien durmiendo a plena luz del día, en mitad de la calle, ajeno a todo. También se pierde por completo el sentido de la orientación, y si se le saca de sus puntos de referencia, es como colocarles perdidos en mitad del desierto del Sahara. Por ello la brillante idea de cerrar el centro de atención de Valldonzella, y abrir uno en la Meridiana, en el otro extremo de la ciudad, habrá servido sin duda para alejar los indigentes del centro de la ciudad, pero para ellos ha sido un trauma de dimensiones irreparables, un verdadero terremoto en su vida cotidiana. Cualquiera de ello puede perderse en apenas un par de travesías, enviarlos a la Meridiana, es un simple acto de crueldad.
Seguimos a la señora María, la viva reproducción de “La Moños”, aquel mítico personaje ochocentista barcelonés de las Ramblas, que va provista de un abrigo hasta los pies y dos bolsas en cada mano. Como a las brujas de los dibujos animados, tan solo le falta una escoba entre las piernas para salir volando, es el vivo retrato del ejemplo que se pone a los niños que no quieren acabarse la sopa, y que alguien como ella, se los llevará para siempre lejos de su papá y su mama. Solo verla da miedo, infunde respecto incluso a una persona mayor como yo.
Se detiene ante una papelera. Son apenas las dos y media de la tarde. Unos adolescentes se besan de forma contumaz y proceden a un pormenorizado mutuo reconocimiento anatómico, en un banco contiguo, el sol tibio de febrero calienta la siesta de unos obreros de la construcción, los viandantes pasan a su lado, y una brigada de Barcelona Neta, limpia la plaza. De repente la señora María se pone a comer directamente la basura de la papelera, y lame con deleite unas raspas de pescado. Nadie la hace caso, pero Sergi es capaz de empezar a disparar la cámara a una distancia inverosímil de su cara. La señora María ni siquiera le mira. Rechaza con estruendo la proposición de un bocadillo y se entretienen en los restos de la piel de un plátano.
Es huraña, no quiere saber nada de nadie. El efecto es inmediato. La hemos seguido y hemos visto como hacía sus necesidades en plena calle, como utilizaba pequeños papeles a modo de compresa que ya usados aparecían dispersos por los árboles de los alrededores.
A pesar de estar rodeada de gente nadie parecía verla, era absolutamente transparente, invisible. Sí alguien, por un error involuntario, cruzaba la vista con ella, la apartaba de inmediato, era un acto reflejo, automático. Nadie era capaz de aguantarle la mirada de sus ojos grandes. Todos la apartaban hacia otro lado, con una mueca a mitad de camino entre el asco, y el desprecio, con un mohín de repulsión, igual que si estuvieran delante de un monstruo, de una deformación de la naturaleza, de un error. Lo lógico, lo normal, es que se esconda de nuestra vista, que se aparte de nosotros, que no la veamos, y muchísimo menos cuando harta de vino, se levanta las faldas y muestra su sexo, oscuro como la entrada de una cueva, en plena calle al paso de los transeúntes que huyen despavoridos como si acabarán de ver el diablo en persona. Nosotros solo pasábamos por aquí. Y como en las encuestas no saben, no contestan. ¿Para qué?
Pero esto es, por lo visto gauga. La concejala de Bienestar Social, la señora Nuria de Carreras aseguro en la presentación del informe sobre el tema que “Barcelona es una “ciudad pionera” en el tratamiento de este tema. El año pasado el Ayuntamiento dedicó 1.101 millones de pesetas a la atención e integración social de las personas de la calle”. Frente a este triunfalismo oficial, Salvador Busquets de Arrels declaraba a “El Periódico”, con fecha 30 de Enero del 2.002 que “Mulhouses en la Alta Alsacia con 110.000 habitantes tiene más camas para los sin hogar que Barcelona”.
La “ciudad pionera” consiste en el centro de Sant Joan de Deu en la calle cardenal Casañas, 6 que “(...) es un centro para transeúntes con una capacidad 75 plazas”. El albergue de Merdiana está vinculado “al Programa de atención a las personas sin techo que dirige el Area de Asuntos Sociales del Ayuntamiento de Barcelona. Tiene capacidad de 50 camas y están pasando alrededor de 1.200 usuarios una estancia media entorno al mes. (...) Es requisito imprescindible para el ingreso, lograr la autorización de la Oficina Permanente de los Servicios Sociales.” Existe además el centro de Can Planes, en la calle Selva del Camp “El centro está pensado para personas en fase de desarraigo consolidado y cuenta con 52 plazas”. En total 177 camas, eso es todo para la “ciudad pionera”.
Pero incluso sirven de poco, de bien poco, porque ¿quién demonios quiere ir a un albergue?. ¿Ustedes irían?, ¿Verdad que no?. Pues eso. El señor Busquets de Arrels, lo explicó en unas declaraciones a “El Periódico”. “Los albergues suelen ser grandes salas donde duermen 20 o 25 personas en literas. La mayoría de los potenciales usuarios tienen problemas de respiración y la masificación les agobia. (....) En los albergues no pueden estar indefinidamente y les agobia ir trasteando arriba y abajo con sus cuatro enseres maltrecho”. A este respeto “Barcelon neta”, colabora decisivamente a que no los tengan. Así en la zona de las Darssenes, se procedió a su eliminación sistemática, como una forma de erradicar la mendicidad de la zona. Una verdadera limpieza, un auténtico zazarrancho de combate.
Pero en esto hacen su llegada a Arrels el señor Martín, que luce unas cataratas en los ojos grandes como soles. Rocío le da una medicina con una cuchara y le dice que despierta en ella los instintos maternales. El susodicho con la rapidez del rayo no tarda un solo instante en colocar su mano sobre la barriga de la referida “A ver, a ver”, y Rocío riendo le contesta “No me asustes”. Queda establecido que Martín no ve ni jota, pero cada vez que me lo encuentro en su puesto de mando, los soportales de una prestigiosa peletería, y le doy algo para que se compre un bocadillo impepinablemente reconoce los céntimos que lo yo le he dado confundido con una moneda de dos euros. Es un verdadero experto financiero, que se ha adaptado con una endiablada facilidad a la nueva moneda. ¡Menos mal que no ve ni torta!.
Era una mañana extraña. Sergi y yo estábamos allá para cubrir una manifestación antiglobalización celebrada con motivo de la cumbre de la Unión Europea en Barcelona. No estábamos solos. Estaban también unos guiris con cara de turistas accidentales dispuestos a quedarse absortos ante la piltrafa de la “Sagrada Familia”, convertida en una especie de Santuario de Lurdes del mal gusto, capaz de provocar milagros en la estética de las gentes. Y claro está, estaban ellos. Ajenos a todo, en el sitio de siempre, una especie de trío de la bencina, sentadas donde les habíamos dejado hacia casi medio año. La gente pasaba por su lado o bien si mirarles, como si formaran parte del paisaje desde siempre, igual que la vegetación, o contemplándoles con un interés antropológico, casi científico, como se miran las fueras en la jaula del parque. Juan nos enseñó el recorte del periódico en que aparecía: “Cuando me para la policía se lo enseño”. El papel permanecía en el interior de la cartera, junto a la documentación, como una foto familiar, o una estampa de una advocación religiosa, casi como un escapulario que podía salvar a su portador de males inerranables, era el reportaje que le hicimos por Navidad . Había adquirido una calidad rugosa, presentando unos ribetes de mugre, se había convertido en un verdadero documento. Sin embargo aquel no era un día propicio y decidimos dejarlo para una mejor ocasión.
Eran de ellos, de esa población que en “un 76% de los “sin techo” de Barcelona son hombres, aunque en el caso de los consolidados, aumenta el número de mujeres. La edad media es 40,5 años, 47 en el caso de los crónicos. La franja de edad mayoritaria es la de 25 a 44 años, son una tercera parte de los “sin techo”. Los menores de 25 año son ya un 10,3%. Se trata de extranjeros que llegan a la ciudad por razones económicas y también los que siguen la moda de recorrer las grandes ciudades europeas sin tener alojamiento”.
El informe municipal revelaba también que “La media de estancia en la calle es de 1,85 años, dos décimas menos que en el año 1.999. Mas de la mitad (un 50,1%) encuentran techo en menos de un año; un 16,9 tarda entre uno y tres, un 7,4 está en esta situación desde hace más de cinco años”.
Volvimos, claro que volvimos. Juan continuaba allá, amarrado al duro banco, formando con él una verdadera unidad de destino en lo universal, recubierto de cartones, protegido del sol y la lluvia por una sombrilla tipo terraza de bar, como un Robossin Crusoe, sobreviviendo en una isla de las antípodas, pero en plena plaza de la Sagrada Familia, como si fueran unos remotos mares del sur, de esos que parecen en los folletos turísticos con aguas turquesas, arenas doradas y cocoteros retorciéndose de gusto, junto a alguna rubia maciza. Juan es un estoico, la vida le ha revuelto mucho, y menos bonito le ha dicho de todo. Sin embargo continua fiel a sí mismo, ungido con una extraña dignidad, como Harry Cooper, en “Solo ante el peligro”. No se arruga con facilidad, con los vaivenes cotidianos. Es un valiente, sin estridencias.
Ahora mismo la grúa se le ha llevado el coche en que vivía. Primero apareció un adhesivo en que le avisaban que si no lo cambiaba de lugar sería retirado, y finalmente desapreció por el hueco oscuro de la memoria, con todas sus pertenencias dentro. Lo peor no fue eso, lo peor fue lo de “Negrita”. La perra estaba en el coche y los señores guardias tuvieron la amabilidad de dejarla atada a un árbol. Eso Juan no se lo perdonará nunca. Tiene gracia, una triste gracia que la ciudad, la misma ciudad que es capaz de paralizar el servicio de metro, porque un perro se ha metido por un túnel a través de las vías, sea capaz de dejar atada a “Negrita” a un árbol. Hay también clases, y clases de perros.
Es una escena casi rocanbolesca. Sergi y yo estamos bajo un paraguas, no cesa de llover, tenemos los zapatos metidos en un verdadero barrizal, parecemos soldados en una trinchera de la primera guerra mundial, solo nos falta las mascarrilla antigas, mientras ellos permanecen como si tal cosa, debajo de su sombrilla, aunque bien mirado es normal, porque no tienen a donde ir. Asistimos a las presentaciones. Junto a Juan está Gregorio, un inseparable a quien el día del reportaje no vivimos porque estaba en el hospital, víctima de un ataque de corazón. Es un profesional de la cosa esta. Lleva cuatro infartos a cuestas con tan solo 53 años. Tiene una debilidad por su doctora, del Hospital del Mar, cada vez que llega la ambulancia a recogerlo les espeta a bocajarro: “Si me llevais a San Pablo ya me podeis dejar aquí mismo”. Desde hace cuatro vive en esta plaza, y duerme en un cajero automático.
Parecen miembros de una extraña compañía teatral, dispuestos a representar algún auto sacramental o un aquelarre. Van ataviados de pobres de solemnidad, de sátrapas, de desheredados de la tierra, de miserables, van con lo puesto, con nuestros desechos, con lo que nosotros no queremos ya usar, parecen vestidos para asaltar el Palacio de Invierno, o tomar La Bastilla, pero no hay peligro. La antigua caridad cristiana, que lava las conciencias, como Su Santidad lava los pies de los pobres por Semana Santa, equipara a los vasallos con los hidalgos, el viejo concepto del honor. Es como una troupe de cómicos, de esas compañías de “varietés”, que iban de pueblo en pueblo, con vestidos estrafalarios. Hay algo circense, extravagante, en sus indumentarias. Más que vestidos parecen que vayan disfrazados, como para un Carnaval imaginario, como bufones de una rara corte de los milagros. Las combinaciones son exóticas, en ocasiones esotéricas, y chaquetas de buena franela de Terrassa, con los codos desgastados, compiten con pantalones de chándall con holgadas rodillas. Hay jerseys inverosímiles, y camisas de todas las tonalidades posibles como un arco íris inacabable. Abrigos inconmensurables, grandes como un sofá de tres plazas, lodens de un verde facha Partido Popular, y anoraks de ir a subir al Everest. Tocados con gorros del Barça, y calzados con zapatillas Nike son deportistas rutilantes, aunque la carrocería no les responda. Es un vestuario para la representación de la Apocalipsis, un pase de modelos de las ultimas novedades del salón del ropero parroquial, un desfile por la pasarela de la miseria.
Por una de esas extrañas casualidades mi apellido le es familiar, estuvo con un pariente mío en la Brigada Paracaidista, en donde alcanzo la dignidad de sargento de complemento. Era “maitre” de hotel en Tossa de Mar. Tiene dos hijas mayores de edad, y un chico de 16 años. Su mujer le pidió la separación matrimonial porque “la relación se había enfriado”. Cobra un “Prim” de cuarenta y ocho mil pesetas al mes, “una verdadera porquería”, pero consigue llegar hasta final de mes. El tema de la comida esta resuelto, porque a menudo los turistas les dejan bolsas completas de comida.
El tercero es Miguel, 55 años. Es minero, está esperando que se le arreglen los papeles de la silicósis. Primero estuvo en Mieres, después en Villablino, y por ultimo en Figols, al cerrar esta última con la indennización montó un negocio textil, lo perdió todo. Se separó de su mujer. Llevaba dos años viviendo aquí. Peor se produjo el milagro, a veces incluso hay milagros para los pobres. Miguel se encontró con su hermana que hacia 13 años que no veían, estaba de guardia jurado en la feria de Navidad. “Lloramos como una magdalenas no nos podíamos separar”. Ahora le paga una pensión, mientras se arregla la cosa esa de los papeles de la invalidez. Tiene su `punto de gracia y me llama “señor Manuel”.
Este ha sido un escenario propicio para otros encuentros. Allá es donde Juan conoció hace tres años a Ageda, su compañera, en honor suyo bautizo a su perro: “Negrita como tú”. Ageda no está se encuentra ingresada en el Hospital de Sant Pau, es un cliente clásica de la asistencia pública. Juan no puede resistir la idea de verla postrada en una cama, y a ella no le gustan los macarrones no se los quiere comer de ninguna de las maneras, es demasiado sufrimiento para una sola persona. En ocasiones, la han depositado desde el interior de una ambulancia a las tres la madrugada, provista, eso sí de todas las radriografías y el resultado de las pruebas realizadas, en esto consiste, por lo visto, el llamado estado del bienestar. Ahora las asistentes sociales le están buscando un lugar en donde dormir. Pero Ageda no quiere volver a la pensión dónde ya había estado “porque está llena de negros” según relata Juan, quien sin el vehículo que usaba de hogar, debe dormir en un cajero automático. Una vez fue peor, estaba en la antigua fábrica Myrurgia, y fue atacado por unos “cabezas rapadas”, “yo solo les vi la espalda, pero me hicieron mucho daño”. Al despedirnos le damos 10 euros a Juan para que le compre algo a su mujer a quien va ir al hospital.
Por lo visto no fue una buena idea. Juan lo ha explicado y Gregorio ha considerado que debería repartirse el dinero. Miguel le ha dicho que era un “manguis”, porque en ocasiones abría el cajero automático, desde fuera no se puede abrir de noche, a algunos usuarios a cambio de que le paguen un café o le den algo de dinero. Gregorio ha hecho de esto una “causa bellis”, y primero se ha exiliado a otro banco de la misma plaza y ha cambiado de cajero. Juan permanece en el de la “Caixa de Manresa”, que tiene la peculiaridad de que no pude cerrarse la puerta en toda la noche, y Gregrogio en cambio esta en el de la Cixa de Catalunya, el que no puede abrirse por fuera.
Esto es un cementerio de elefantes, deshacen los pasos, uno tras otro para volver al lugar del que nunca han salido, una cuneta en donde yacen los descartados en la carrera por el triunfo, un container de seres vivos, catalogados como trastos viejos, inútiles, sin ningún servicio, disecados como mariposas prendidas por un alfiler en el álbum del entomólogo.
Aunque bien mirado si que son útiles, sirven de referencia, este verdadero pelotón de los torpes, estos “farolillos rojos”, estos últimos clasificados, valen para que existan los triunfadores, los primeros de la clase, porque sin el último de la carrera, no habría nunca un primero, un vencedor, ni tan solo habría carrera. Solo les queda morirse, es por lo visto, lo único mejor que pueden hacer, si me apuran lo mejor que les puede pasar. Porque tienen el peor de los vicios posibles: son pobres.
Al fin y al cabo esas cosas pasan en todas partes, ¿no?. Es una cosa universal como dijésemos, por la globalización o así, igual que las canciones del señor Julio Iglesias que se escuchan en todas partes, igual que la Cocacola que se bebe en todos los sitios. Además qué culpa tengo yo, que culpa tenemos nosotros, para eso pagamos impuestos. ¿qué puedo hacer yo?. ¿quiere alguien explicármelo, por favor?. El resultado es que según una encuesta realizada en el año 1.994 cuatro de cada diez barceloneses opinaban que a pesar de todo lo que pueda hacerse la situación de pobreza de unos cuantos, no cambiara en absoluto, y tan solo uno de cada diez creía que cambiaría bastante. Mejor, pues, todos quietos
Juan tiene aspecto de estar preocupado: “No sé que voy hacer con esta mujer cuando salga del hospital, no lo sé”. Baja la cabeza apesadumbrado. “No está como dormir en un cajero. Pero ¿dónde la meto?. Si es que no quiere ir a ninguna parte....” Prosigue con la cara entre las manos, con aspecto huraño del trampero, del cazador furtivo, es como un duende mágico de este bosque encantado, esta espesa maleza de la que igual surge un piano eléctrico abandonado a su suerte, que una estufa de butano con bombona incluida, a pleno funcionamiento. Parece abatido y fuma en silencio Llega una señora que regenta un establecimiento de animales. Trae comida para “Negrita”, y le suministra una vacuna para que no tenga pulgas. Pregunta por la mujer de Juan y desea que se mejore y vuelva pronto.
Ha llegado de improviso, caminado, igual que una top model se desliza por las mejores pasarelas sin pisarlas. Tenia el alta desde el viernes, hoy es martes, y finalmente alguien ha decidido que se fuera a esa especie de agujero negro para ella que es el mundo de ahí fuera. Tiene un aspecto magnifico, y es una verdadera atracción. Reúne a un público numeroso, sentada aquel simple banco parece una gran señora recibiendo a las vistas que se interesan por su salud, en un salón de piso burgués acomodado. Por fin consigo hablar con ella. No le caigo bien, es obvio. Habla solo lo imprescindibles. Los médicos la trataron muy bien, “pero las enfermeras me decían que aquello era un hospital, no un asilo”. Hace un breve resumen de su vida para ese chico de la prensa que soy, y que asiste a sus declaraciones con la misma emoción que si fuera una rueda de prensa en el despacho oval de la Casa Blanca. Nació en Miami, vivió en Hondura, de allá vino a servir a casa de un piloto de Iberia en Madrid y en Mallorca. Al fallecer este, trabajó como encargada en el Hotel Manila de Barcelona, se casó. Después un silencio insondable, ni una palabra.
Gregorio no solo se ha exiliado, sino que ha realizado un verdadero cisma. Se ha situado en la plaza correspondiente a la otra fachada del Templo. “No quiero saber nada ellos, cuando yo digo una cosa, es una cosa para siempre”. Se levanta la camisa y nos muestra con indisimulado orgullo el parche para prevenir los infartos, como un guerrero mostraría las cicatrices de las heridas recibidas en combate o las medallas ganadas y que penden de su pecho. Continua fumando, impasible al desaliento, a pesar de tenerlo rigurosamente prohibido. “Vamos a ver quien es más tozudo”. Con los guardias de seguridad que cada día le despiertan a las seis de la mañana pasa lo mismo. “Ellos me dicen que yo no puedo estar ahí, y yo les respondo que ya lo sé. A ver quien se cansa antes. Hoy me he dejado las gafas en el cajero, he vuelto a recogerlas y una señorita de la ventanilla me ha explicado que ronco, por lo visto se ve en la filmación de la tele esa que cuelga”.
Acompaño a Miguel a vender chatarra. Hoy no ha sido un gran día, la cosecha ha sido exigua, la arrastramos en un carrito de la compra. El chatarrero tiene cara de malo de película, parece el avaro de algún gran musical de Brodoway. A un cliente que nos precede le quita dos tapas de goma a la hora de pesar la chatarra en la báscula, apenas debería representar un par de gramos. En ella vamos depositando nuestros tesoros. El cobre va a 160 pesetas el kilo, el aluminio a 130, el plomo a 60, y el metal a 110 pesetas. El resultado apenas nos llega a los 10 euros.
Juan le ha ido a comprar patatas fritas a un McDonalds, y le ha traído tocino frito, que come con apetito. Son como dos chiquillos enamorados, haciéndose carantoñas, y mimos. Juan ha cambiado el semblante. No para de hablar con ella, esta pendiente del movimiento de sus ojos, y gira a su alrededor como un planeta lo haría alrededor del astro sol. Es un instante de felicidad.
Porque algo habrán hecho, ¿no?. Hay un principio universal de justicia, según el cual quien la hace la paga. Al final cuadra el debe con el haber. Pero yo estaba aquella noche tan ricamente en mi casa, preguntándome cuál era la diferencia, entre Juan que estaba durmiendo en un cajero automático, y yo que estaba en un apartamento en el centro de la ciudad, que se anunciaba supuestamente como “de lujo”, ¿Qué había hecho yo bien?, ¿Qué había hecho Juan mal?, para pasar la misma noche de forma tan distinta. Quizá suerte, mala suerte, la vida es como una partida de juego. Las cartas te pueden salir buenas o malas, hay que joderse, esta una especie de lotería. Empece a dar vueltas en la cama. Hasta que llame a Sergi, para que fuera a verles. Al cabo de un rato me llamó todo estaba en orden, dormían Juan y Ageda. Juan le explico que necesitaban un fogón de camping gas, para poder cocinar. Tenían uno, pero se lo llevaron con el coche que retiró la grúa. A la mañana siguiente me presente, con el fogón. Juan apenas pareció verme, ni siquiera mirarme. Al poco rato el fogón estaba en marcha. No me dio ni las gracias, pero cuando me iba me pareció verle sonreír, o a lo mejor fueron solo imaginaciones mías. En cualquier caso ya era primavera, lo peor había pasado, al menos hasta el próximo año. Se han quedado de nuevo solos, solos con la fiel Negrita.